“Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien
con humildad (…)”
Filipenses 2:3 (RVR 1960)
Es una realidad el hecho de que a veces, lo que esperamos
sea un buen resultado, se convierta en lo opuesto. El objeto de la predicación
es dar vida, pero a veces mata y el predicador, inspirado o no por Dios, tiene
las llaves del corazón y con ellas lo abre o lo cierra.
Dios ha instituido la predicación para que la vida
espiritual crezca y madure. Cuando se aplica debidamente, sus beneficios son
inmensos; en caso contrario, sus resultados perjudiciales no tienen
comparación.
Estando investida de tan espléndidos atributos y expuesta a
tan grandes males, encerrando tan graves responsabilidades, sería ingenuo
pensar que Satanás no usaría sus hábiles influencias para adulterar al
predicador y a su mensaje. En presencia de todo, cabe la pregunta de Pablo: "¿Y
para estas cosas quién es suficiente?"
El mismo Pablo contesta: "...el cual asimismo nos hizo
ministros competentes de un nuevo pacto, no de la letra, sino del
espíritu; porque la letra mata, más el espíritu vivifica.” 2 Co. 3:6 (RVR 1960)
El verdadero ministro está influenciado, capacitado y
formado por Dios. El Espíritu de Dios unge al predicador con poder, el fruto
del Espíritu está en su corazón, el Espíritu de Dios vitaliza al hombre y a la Palabra;
por lo que su predicación da vida. El predicador que da vida es un hombre de
Dios, cuyo corazón tiene sed continua de Dios, cuya alma suspira constantemente
por Dios y quien, por el poder del Espíritu Santo ha crucificado la carne y el
mundo, y su ministerio es como la corriente generosa de un gran río.
La predicación que mata es la predicación carente de
espiritualidad. La habilidad del predicador en este caso no proviene de Dios,
sino que otras fuentes no divinas le han dado su energía y estímulo. El
Espíritu no se revela ni en el predicador ni en su predicación.
La predicación que mata sólo se preocupa por la letra; está
bien ordenada y presentada, pero no es más que la letra seca, hueca, vacía.
Aunque la letra tenga la semilla de vida, le falta para brotar el aliento de vida.
La predicación de la letra tiene la verdad, pero aun la verdad divina no tiene
energía por sí sola para dar vida; necesita ser reforzada por el Espíritu,
quien se apoya en toda la omnipotencia de Dios. La verdad que no está
vivificado por el Espíritu de Dios mata tanto el error o aún más. Aunque sea la
verdad pura, si carece del Espíritu, su contacto es mortal, su verdad error, su
luz tinieblas. La predicación de la letra no tiene unción del Espíritu, por lo
que no está madurada por él.
Puede ser que haya sentimiento y entusiasmo, pero no es más
que la emoción del actor, pues el predicador se siente encendido por sus
propias chispas, elocuente en la presentación de su propia exposición y con
afán de presentar lo que produce su propio cerebro; es la inteligencia y los
nervios simulando la obra del Espíritu de Dios y de esta manera la letra brilla
y flamea como un letrero iluminado simulando la obra del Espíritu de Dios, pero
a pesar del resplandor hay tan poca vida como la de un campo sembrado de piedras.
El elemento mortífero se esconde detrás las palabras, del sermón, de la
ocasión, de los ademanes y de la acción.
El gran obstáculo está en el predicador mismo: le falta el
poder vivificante. Quizá no haya nada que decir de su ortodoxia, de su
honradez, de su pureza, de su sinceridad; pero, por alguno que otro motivo, el
hombre -el hombre interior-, en lo más íntimo de su corazón, no se ha
quebrantado ni se ha rendido a Dios y, por lo tanto, su vida interior no es un
camino real por donde puedan pasar el mensaje y el poder de Dios.
En el lugar santísimo de su alma domina el yo y no Dios. En
algún punto, inconsciente para el predicador, ha sido tocado su ser interior y
ha sido cortada la inspiración divina. En su ser íntimo no ha sentido la
bancarrota espiritual, su completa ineficacia; nunca ha sabido clamar con voces
inefables de desesperación y desamparo hasta conseguir que el fuego y el poder
de Dios entren en él y lo llenen, purifiquen y fortalezcan. La vanidad, la
confianza propia en alguna forma perniciosa, han profanado el templo que debería
estar consagrado a Dios. La predicación que da vida demanda mucho del predicador
–la muerte del yo, la crucifixión del mundo, el sufrimiento del alma–.
Sólo la predicación crucificada puede dar vida. Esta
predicación sólo puede venir de un hombre crucificado.
- Basado en el cap. 2 del libro "El Poder de la Oración" de E. M. Bounds.
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